12 may 2012

Morir sanos



Por Enrique Pinti   


En un mundo esquizofrénico como el que vivimos, las contradicciones son permanentes, absurdas y difíciles de comprender. Adelantos científicos que revolucionan la medicina asombran y generan admiración, agradecimiento y esperanza. Por ejemplo: la detección temprana de enfermedades terminales, los trasplantes de órganos, el control eficaz de la diabetes o el colesterol, las cirugías a corazón abierto, el reemplazo y saneamiento de arterias defectuosas, la reconstrucción de cuerpos destrozados por accidentes de todo tipo y hasta implantes de rostros en casos de desfiguración. 
Todos ellos son algunos de los avances de la ciencia que permiten una mejor calidad de vida y -¡qué problema!- la prolongación de la existencia humana. ¿Por qué problema? ¿Para quién problema? Para algunos economistas pertenecientes a entes reguladores de deudas externas e internas, funcionarios y funcionarias que, sin que se les mueva un músculo del rostro (a veces colagenado y otras hecho del cemento más resistente), analizan poniendo cara de no vayan a interpretar mal lo que estoy diciendo, el hecho de que la prolongación de la vida plantea problemas a los estados: la cantidad de viejos es cada vez mayor, pues hace treinta o cuarenta años a los cincuenta se era muy maduro; a los sesenta, viejo; a los setenta, Matusalén y a los ochenta, una reliquia milagrosa. Los que llegaban a noventa eran generalmente campesinos o aborígenes que, al vivir sin estrés ni esmog, comiendo sólo frutos de la tierra, servían como protagonistas de documentales sobre la pureza de la vida fuera de la mal llamada civilización. Hoy en día la gente de sesenta puede estar súper sana, sexy y activa. La de setenta tiene vigencia y vigor (esto es autobombo del que esto firma con setenta y dos..., extensivo para los muchachos y chicas de mi querida generación. No voy a dar nombres porque no quiero carta documento). Los de ochenta pueden considerarse como ancianos activos y los de noventa y cien, con todos sus achaques, siguen jorobando la paciencia de hijos, nietos y bisnietos. Para las cuentas, sobramos: mucha pensión, muchas jubilaciones y muchas necesidades de salud. Entonces los funcionarios dicen amablemente: "Nadie desea que la gente viva menos, pero que se arreglen como puedan porque los números no cierran". O sea, por un lado: "Cuídese, recuerde hacerse análisis periódicos, coma sano, consuma nuestros productos light y haga ejercicios. Y, si puede, compre ya una cinta para correr sin moverse de su casa. Mamografía obligatoria, colonoscopia cada tanto, no se olvide del oculista y no le tenga fobia al dentista que todo lo malo entra por la boca (teoría muy discutida). Pilates, natación y guerra a la obesidad". Y por otro: 
"Tenga la amabilidad de no ponerse pesado con sus necesidades, ahorre para la vejez (cosa muy poco probable en nuestra querida Argentina) y no sea una carga". La gran ventaja para estos funcionarios (que ya llegarán a los ochenta y sabrán lo que es malo) es que la desesperación, la falta de solidaridad, el maltrato, la agresión, el doble mensaje, el triple discurso y el múltiple manoseo hacen lo suyo: muchos vejestorios estiran la pata (y no haciendo pilates) y revientan al mejor estilo Chernobyl. Como mínimo, quedan con locuras seniles que la prepaga no cubre y el estado tampoco.
O sea, tres pasos para adelante y cuatro para atrás. Mientras los que tenemos acceso a remedios y curas nos convertimos en una rémora pesada, millones en el mundo mueren de hambre. O en guerras espantosas para las que -¡oh sorpresa!- siempre hay presupuesto y se libran, se mantienen, se ganan o se pierden sin que a ningún funcionario le importe algo. Total los muertos no cobran y los sobrevivientes pasarán a engrosar, una vez recuperada la paz, el ejército de ciudadanos que deberán pagar con ajustes y explicaciones melodramáticas las consecuencias del conflicto que no provocaron. El mundo es hermoso a pesar de todo, porque también existen buenos valores. Pero a veces es inevitable enfurecerse.

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